jueves, diciembre 25

varios escritos

Autora: Diana Alejandra Ojeda
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Ensordecedora música, muchos cigarros y no volverás, nena.
Se te apagó el motorcito que encendías cuando te lanzabas sobre mi cuello como toda una fiera.
Agotados tus felinos movimientos, ahora pareces más una frágil azucena.
¿qué será de ti, princesa?
Ya no vienes más a rasguñar mi puerta
Te has quedado inmóvil sembrada en la acera.
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Despegar

La gran ciudad me encapsula y eterniza mi paso por sus calles. Transito las mismas aceras y veo cómo los aviones despegan hacia otras geografías. Desde hace años alucino con partir a cualquier lugar, pero ese momento parece no llegar. Siempre aparecen personas o situaciones que me anclan a este terreno, esta manera de interpretar el mundo.

Miles de aviones seguirán despegando sin mí y yo seguiré preguntándome cuándo llegará mi momento de volar lejos y ser otra. Cambiarme el cabello y sonreír de otra manera, tal vez pintarme los labios, encontrarme finalmente con la repisa que sostendrá mis libros, los brazos que me cobijarán cada mañana, las canciones que sonarán cada atardecer.

Por ahora lo que me queda es seguir esperando en este rincón del mundo. Aguardar el momento propicio y cualquier día partir sin dejar rastro.
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Lupita, mi vecina, sólo quería ser fogosa

Lupita se sienta y observa la manzana con detenimiento. La lleva a su boca como si se tratara de un cigarro y se recuerda esquiva e impaciente, atrapada en una red de la que nunca ha intentado escapar. Muerde la fruta y disfruta el sonido de sus dientes rasgándola, desintegrándola de a pedacitos. Recuerda ahora el humo irritante, la mirada del hombre que halló camino a casa, la oscuridad del pasillo, aquella presencia manifestándose entre sus piernas. Lupita, Lupita, Lupita. ¿Cuándo aprenderás, Lupita?
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De repente vio la tristeza apoderarse de su mirada. Sus ojos lo evadieron, sus manos buscaron con desesperación dónde ocultarse; cuatro palabras escaparon sin fuerza entre sus labios y su espalda se proyectó en pasos cortos. La vio alejarse temblando, lucir confundida entre las luces de los autos, abordar un taxi e irse para siempre de su vida.
Le costó respirar. Ya no la vería más, pero sabía que en cuanto retornara a su rutina al final del pasillo, viendo transitar desconocidos, estremeciendo los cristales con su música, liberando trazos sobre el papel y dejándose vivir, pronto lograría desvanecerla y le quedarían pocos indicios de su existencia.

Siempre había detestado a todos los que se empeñaban en inmortalizar el pasado, y por ello cada vez que algún final se pronunciaba en su vida, eliminaba con prisa toda reminiscencia. Ahora estaba a punto de perderla a ella también. Perdería su cabello deslizándose entre sus dedos, sus pupilas dilatándose y contrayéndose al jugar con la luz, las caricias sembradas en su espalda, el sonido de su respiración, su risa, la curva de su espalda, el calor y el aroma que emanaba de su cuerpo desnudo, sus palabras, gestos, aquella noche... Todo eso se iría antes de que él se percatara de su ausencia.

Sintió pena por ella. Imaginó cuánto lo extrañaría y el esfuerzo que haría por alejarse. Sintió pena por él, que pronto la abandonaría por completo y nunca llegaría arrepentirse por haberla perdido.

Nuevamente contempló su frágil silueta alejarse. Esta vez hubiese querido deslizarse a su lado, intersectarla, abrazarla, encontrarse frente a frente con las lágrimas de la inevitable despedida y conservar ese último momento en el que estrecharía su cuerpo con fuerza. Después ella abordaría el taxi y él desearía que ella pudiese contemplar a su lado la puerta sellando el auto, la puesta en marcha, su propia partida. Sólo así comprendería la envergadura de la soledad que le estaba dejando.