jueves, diciembre 25

Primero el postre

Autor: Felipe Torres Díaz.
Basado en Hechos Reales
La sopa de Avena trajo a su memoria una época extrañamente lejana, similar a aquella en que trabajó cultivando papa durante siete meses y medio, en un municipio que está próximo a desaparecer. En aquellos días, bromeaba modestamente con sus compañeros acerca de la encargada de alimentarles. En la mañana, a las seis, antes de comenzar las labores, bebían chocolate en agua y panes traídos del “pueblo”, a las diez, bajaban de los cultivos para calentarse con un caldo cuyo fundamento era una cabeza de vaca descuartizada y racionada sabiamente, de tal manera que no se desperdiciase nada. Al mediodía se almorzaba arroz, papas y arvejas, lentejas o fríjoles complementados con el cuero de la cabeza de vaca; casi siempre duraba dos semanas y se conseguía “regalada” de un amigo carnicero con el que, Efrén, el encargado de dirigir los empleados en la cosecha, intercambiaba favores de vez en cuando.

El constante cuchareo lentamente se transformó en un pulsátil ejercicio mecánico. La garganta tragaba ávidamente el espeso líquido, a pesar de estar muy caliente. Margarita, por su parte, revolvía la sopa con la cuchara por dos razones: La primera, para dispersar algo del incesante vapor que emitía, enfriar un poco la sopa y poder tomarla con calma; y la segunda, no muy lejana de la primera, para acuñar palabras lógicas y sensatas acerca del fárrago que se sancochaba en su interior, cuyo humo, al igual que el del plato que se hallaba frente a su figura, luchaba por disiparse y ser fagocitado con calma.

El mesero se acerca a la mesa con un plato en sus manos:

<> Dijo dirigiendo su mirada a la mujer que se hallaba a su derecha.

Eduardo aparta la taza vacía de sopa hacia un lado, arrebata el plato al mesero con ambas manos sin siquiera verle y lo afirma en la mesa, apresándose sobre él ignorando el gesto sorprendido del servidor al ver sus manos vacías y la mirada levemente avergonzada de Margarita. Atónito, el mesero se retira; volviendo cerca de dos minutos después con otro plato, esta vez conformado por arroz, pasta, hígado y un sucedáneo de ensalada, el cual coloca en el lugar de Margarita, retirándose sin hacer ninguna pregunta ni comentario. La mujer, aún ensimismada en la metáfora de su sopa de avena, igualmente no manifiesta reacción alguna.

La cabeza se utilizaba de diferentes maneras: con los sesos, se hacían huevos pericos, aunque apenas daban una probadita, por lo poquito; el cuero, se picaba con todo y pelo y se cocinaba con cualquier grano; y la carne y huesos se picaban con el hacha de partir la leña para hacer sopas, caldos o guisados de pasta, papa, yuca o con arvejas, que era como todos preferían comerse ese huesito. Y claro, también asada, sancochada con cebolla y tomate o frita en el horno de la estufa de carbón, aunque ahí se consumía más leña porque necesitaba más “tiraje” y una que otra brasa de carbón, si había, o si no, atizar y soplar para que estuviera más rápido.

Eduardo, sumido en el masetérico espasmo de sus bocados, se sumerge en la diferencia de texturas que le ofrece cada uno de los granos que danzan en su boca; examina con sus muelas la resistencia de cada fríjol al desvanecerse con la fuerza de la mordida, por lo que varía la fuerza que imprime en cada tiempo de morder. Al mismo tiempo, sus papilas gustativas emiten leves impulsos de acuerdo a la diferencia de sabores en la lengua, pero tal eyaculación de ondas papilares se presenta de manera tan rápida, que algunos de los intersticios entre saliva, comida y aliento, se tornaban imperceptibles después de haber tragado el bolo y triturar la siguiente bocanada.

Es tal el profundo discurso de Eduardo, que no logra percibir el ensordecedor silencio en que está envolviéndose Margarita desde hace quince minutos, tan sólo quince segundos después de comenzar a comer. La sopa de Margarita está fría. Ella persiste en disipar el humo. Margarita mistifica su sopa fría .Margarita encuentra sus primeras frases.

Lo mejor después del almuerzo era la siesta. Todos se quitaban las botas y se recostaban en el césped. Eder, se envolvía los pies con papel periódico para no ponerse medias y que no le olieran mucho los pies a pecueca; cuando se quitaba las botas, el olor era casi el mismo, apestoso, y el papel periódico se deshacía por el sudor de los pies; entonces cuando se las quitaba, volteaba las botas y les sacudía el papel molido. Después, dormía media hora descalzo.

Margarita comienza levemente a platicar acerca de aquello que le acongoja. Al principio, titubeaba mientras a cada frase agregaba frases de excusa tales como: <>;<>; <>

Eduardo, al igual que desde el silencio anterior, ignora aquel nervioso tintineo que comienza a presentarse ante él. Sus movimientos están centrados en el cuchillo, adentrándose tiernamente en la unión del pernil con la pierna; la mandíbula, leyendo incontenible los pictogramas y epitafios del arroz y la garganta deglutiendo confundida cada uno de los fragmentos entremezclados del espeso trance y la memoria. De repente, el Eduardo presente en la mesa número cinco del restaurante emite una señal de alerta al Ser inoculado pleuríticamente, advirtiéndole, que frente de si hay una chica que está esperando una respuesta desde hace 10 segundos, al parecer muy importante. La señal tarda en procesarle aproximadamente un tercio de mordida y media, el paciente cosmodemónico recostado en la silla turca elabora un dictamen verbal desconociendo la incógnita por resolver y luego, se produce un impulso eléctrico de baja frecuencia dirigido a la comisura de los labios, que hace que se entreabran para responder precipitada e inconscientemente:

<>

Trabajar como vigilante es una de las experiencias mas difíciles que se acumulan en la vida. Primero, porque hay que permanecer de doce a veinticuatro horas parado en un mismo sitio, sin derecho a sentarse, sin derecho a caminar, sin derecho a dormir, sin derecho a opinar, sin derecho a vivir. Eso, cuando no pasa nada. Segundo, hay que tolerar la conducta de ciertas personas que piensan que el dinero, el reconocimiento o la simple carencia de humildad, les confiere poder sobre personas y vidas; entonces la única respuesta aceptable para ellos y para los jefes, es una sonrisa estúpida y un “si señor, si señora; tiene usted toda la razón” a pesar de que la quijada este cerca de tocar el piso. Tercero, como hay que proteger los bienes de otros en este trabajo, hay que alejar a quienes ansían conseguirlos; pero sólo los bienes del dueño son validos, no los del vecino, esos pueden llevárselos si desean.

Eso sin tener en cuenta que para ser vigilante, en la mayoría de los casos, se requiere haber prestado el servicio militar…hablando de experiencias difíciles…

El rostro de Margarita revelaba un proceso semejante a una metamorfosis, en un principio, mientras mascullaba tímidamente, se asemejaba a una fútil oruga enroscándose en su centro y gateando hacia la luz; luego, y como respuesta al inefable silencio de Eduardo, acumuló su confusión transmutándola hacia su interior en una bilis iracunda que le cubrió de pies a cabeza, transformándola en una Sílfide Crisálide.

Semejante tontería salida de la boca de Eduardo no pudo hacer menor efecto en Margarita que desencadenar la última etapa de transfiguración. La impetuosa pululante se levanta de su letargo y rompe su coraza; siendo bendecida enteramente por la cólera, que se dibuja en sus alas escarlata y le impulsa hacia las alturas. Su última frase antes de elevarse libremente, fue un grito desesperado, incoherente y disonante cuyo signo de admiración fue un aletazo descargado con la escasa e infinita fuerza de su ser en la mejilla izquierda de Eduardo. La única respuesta a esta revelación fue una vacua y mortecina mirada dirigida desde el fondo de la silla adyacente. Margarita ante este gesto, decide no alimentar su furia, sino elegante y fugaz, alzar el vuelo, dejando tras de si una estela de llanto alcalino, que bendijo las frentes de los absortos comensales, testigos de su partida.

La labor como vigilante sólo duró ocho meses. Todo esto porque mataron a un relevante de descansos un miércoles a la una y cuarenta de la madrugada. Al parecer, los responsables buscaban a un guarda de seguridad que, hace cerca de una semana hizo unos disparos al aire al darse cuenta de que tres individuos intentaban robar una tienda de abarrotes cerca del lugar en que este hacía guardia.

Eduardo sintió un leve acaloramiento en la parte izquierda de su rostro, a pesar de ello, continuó con su rumia de pensamientos.

La victima respondía al nombre de Horacio González Petro, de 25 años. Recibió 14 puñaladas distribuidas en pecho y espalda, fueron perforados el pulmón derecho, el estómago y el colon descendiente. En ese momento se encontraba bebiendo café. Como relevante de descansos, reemplazaba en distintas zonas a sus compañeros en el turno de seis de la tarde a seis de la mañana. Entre ellos, Eduardo Torres Algarra, a quien reemplazaba la noche de los sucesos.

El último sorbo del jugo de maracuyá. Eduardo es rescatado de su abismo después de haberse saciado. Dirige su mirada al televisor, que transmite la sección de farándula de las noticias del mediodía, que capta su atención rápidamente a causa del escote de una de las presentadoras y las imágenes de una exuberante modelo que se exhibe en un diminuto traje de baño. Una leve erección no tarda en presentarse. El noticiero concluye su emisión con la fotografía de la curvilínea venus. Eduardo se incorpora de su silla, se dirige al cajero y paga los dos almuerzos, mientras recuerda que Margarita había prometido pagarlos:

<>

<>

<>

Recibe del dependiente diez mil pesos, saca del bolsillo otros mil y los junta, mientras lee:

“El pueblo es superior a sus dirigentes”

Y decide ir a jugar un número que vagaba por su mente desde hacía unas horas. Camina media cuadra hasta la oficina de apuestas, donde una mujer de cabello ondulado y oscuro le saluda amablemente, mientras atiende a un octogenario que replica entre dientes unos números creados estratégicamente y cuenta unas monedas que saca de su bolsillo trasero, el mismo donde carga el almanaque Bristol. Eduardo irrumpe en la escena:

<>

<> Responde sin mirarle.

El anciano continúa musitando entre dientes:

<>

<>

<>

<>

Tal diálogo, en un principio ajeno y distante para Eduardo, comenzó a cultivar un terrible presentimiento que le atravesó el pecho igual que lo hiciese alguna vez la lanza del soldado romano a un Cristo Lejano hace ya muchos años. La curiosidad le impulsó a preguntar:

<>

<> Respondió el anciano

Eduardo trata de filtrar el trance en que estuvo sumergido minutos antes, después de tamizar las pocas palabras que percibió de Margarita, encontró un vago residuo: “…tengo un retraso…pelea que tuvimos la semana pasada… enferma de la úlcera…incapacidad de diez días…perdí el bebe…pero, dígame algo al respecto…”