jueves, diciembre 25

Los indiferentes

Autor: Antonio Dera.

No soy alguien, no existo, no tengo cara, ni familia, ni amigos, ni conocidos, ni pasado, ni presente, ni futuro, ni mierda. No hago parte de las cientos de personas que valen la pena en este país, que tienen voz y voto y que son luminarias de la patria, cuya presencia se hace necesaria para seguir adelante en este fangonal de ideas trozadas. Nunca fui caminata callejera, protesta silenciosa, bocas cosidas, cadenas humanas, ni nada por el estilo; por mi nadie elevó súplicas, ni puso un pie en el polvoriento camino de la protesta, ni se levanto en pancartas sobre calles principales en ciudades principales de países principales. No hice parte de quienes eran canjeables, ni de los que tenían por precio cabezas humanas o dólares; fui algo de carne y hueso que ahora se quema en total oscuridad. No tengo nombre que dar, ese lo perdí hace tiempo cuando quede internado en la panza de la noche y fui devorado por la ausencia de quien no existe, incluso, en las mentes de quienes me conocían y decían amarme, cuyos recuerdos agujeró el tiempo con sus roñosos dientes. Por tanto, lo que no se nombra no existe, como dicen los judíos, cuya suerte envidio ahora, que no sé ni siquiera de qué muero y por qué muero. Fui rastro durante los primeros meses en que parecía haber empecinamiento por encontrarme, fui objeto vivo mientras algunos creían que aún existía, así fuera en la negrura del abismo que representa este espacio reducido y pestilente, donde ahora intento ser sin saber cómo. Fui alguien que salió una mañana a trabajar como siempre, sin pretender más de lo que tenía, o quizás pretendiendo que lo que hacía me convertiría en más; lo importante es que mi vida era neutralmente simple y estúpidamente creí que eso me salvaba. El lugar no importa, igual para dejar de ser sólo es necesario existir (fórmula tonta pero segura), y en cualquier lugar de lo que conocí como mundo se puede desaparecer. Fui blanco de guerras superiores que se mueven sobre mi, sobre ti, sobre todos, sin que sepamos nunca de donde vienen y por qué estamos en medio, siendo la carne de cañón que todos apuestan y tiran sobre la mesa, como los frijolitos negros en un juego de cartas estudiantil o las fichas coloridas de un casino bullicioso. Y durante días camine sin rumbo, más que el trazado por aquellos que se convertirían en mis dueños: ahí comencé a ser objeto y empecé a ver como me transformaba en una sombra larga y espesa. Fui padre, fui hijo, fui amigo, fui esposo, fui amante, fui bueno, fui malo, para terminar convertido en una figurita de barro haciendo guiños a una cámara estática, que servirá de testimonio vivo de lo muerto. Por las laderas sentí el peso del agua encima y en cada mirada al cielo buscaba una respuesta que no tenía pregunta aún. Nunca supe realmente cuál era mi posición en el gran juego de damas que parecía cernirse sobre todos. Las otras fichas, o lo que parecían personas en medio de las cadenas y laderas, también se movían a paso lento, esperando que la gran mano decidiera su destino. En ocasiones alguna era devorada por un peón (¿no éramos damas?) e irremediablemente teníamos que dejarla tirada al azar para que no estorbara el resto de la partida. Nunca fui una figura importante, o por lo menos es lo que sentía cuando nuestras llamadas de auxilio quedaban cortadas por esa línea de fuego que tendían los fusiles frente a nosotros. El sol se encargaba de recordarnos que entre el cielo y la tierra sí hay cosas ocultas, y que no todo sale a la superficie; éramos reptiles babosos que encadenados a nuestro destino incubábamos sueños tontos de libertad. Jamás pise un congreso, un senado, una alcaldía; ningún puesto del gobierno fue mío, y sin embargo comprendí que el objeto en que me convertía era un pequeño Cristo de plástico, parecido al que cuelga de los rosarios fosforescentes. Llevaba encima la carga de un pueblo, de un odio nacido de las desigualdades, que contra mi se justificaban, sin entender que yo no justificaba ninguna. Jamás se me pregunto que esperaba de todo esto, y para que no perdiera mi brillo, se me daba lo mínimo en una vieja lata de sardinas, cuyo aroma rancio era el eterno retorno de una mar que jamás volvería a ver. Esas largas caminatas por la incertidumbre de la vida que se extinguía en mi, se convirtieron en pesos más grandes que el mismo acero con el cual aseguraban mi libertad. No fui poesía viva, ni existencia revolucionaria o comprometida, ni ninguna de esas maricadas que a la gente le gusta leer de los inexistentes, de aquellos que han dejado de pertenecer al mundo de los vivos, para internarse en los sótanos industriales del olvido, donde el dolor deja de ser una sensación para convertirse en emoción; la única que nos dejan. Mis palabras pertenecían a mis instantes y sólo en ellos valían o cobraban vida en los demás. Jamás hice panfleto de mis creencias a pesar de estar convencido de ellas, por más que sintiera mi voz trancarse en mi garganta. En los monólogos que sostenía durante aquellos instantes de lucidez, donde mi charla cansina rogaba por volver a mi primer estado, nunca busque sentar verdades absolutas ni convencer al aire de mi realidad. Completada mi metamorfosis en objeto, aprendí a ver con las manos; la invidencia se convirtió en mi aliada a la hora de querer escapar y mis suplicas comenzaron a bajar porque hacía arriba ya no las oían. No volví a disfrutar del campo, de la naturaleza, de la apacibilidad de las montañas, mis pies descubrieron el mal sabor de la tierra empacada a la fuerza dentro de mi boca, el fastidio de las pequeñas piedras en el camino y de ellas en mis botas de caucho, que se hacían guantes insoportables de mi existencia. La madre del platanal se vengó en mi y con furia escupía su pelotones de insectos que se almorzaban el cascarón vacío de mi alma, dejando lo últimos jirones de vida descompuestos de realidad. Nunca fui escritor, columnista, periodista, cronista, o literato, como quiera que se llamen, y sin embargo me volví experto en la escritura automática espiritual, redactando cartas incoherentes a personas invisibles cuyas direcciones no pude nunca descubrir, desde mi pequeño refugio improvisado en medio de la nada. Las pocas lecturas que realice en vida se volvieron materia prima al momento de escribirlas, y busqué con ellas una ventana por la cual asomarme al exterior, para que todos vieran mi cara mugrosa, picada de insectos, que todavía se esforzaba por representar a un humano, pero en mis salidas de reconocimiento, sólo recibí el eco blanco de la página sin escribir. Y comprendí que nuestro nombres hacían parte del memorial de los agravios que nadie leería jamás, cuyo listado se escribía con tinta invisible en la espalda del país y del cual todos hacíamos potencialmente parte. No fui narcoadicto, consumidor de crack, perica, bareta, coca, polvo de ángel, o cualquiera de esas basuras que engrosan el Partenón de mierda que los gringos compran envuelta en aluminio, como santo dominguero de parroquia vecinal. De esos pequeños dioses cuyas culpas pagan sus seguidores en las calles de las ciudades, mendigando una libertad de la cual no son dueños por decisión propia, mientras yo muero en una cárcel sin paredes de la cual soy culpable por ser parte de las víctimas de los indiferentes. Sin embargo descubrí los colores que encerraban el negro, el verde, el café, cuando los meses se encargaban de estamparlos en tus ojos y la manera en que después de cierto tiempo se convertían en camisas de hippie fumacoca, emancipados de la realidad al mundo del pequeño Nemo. Alucine con fuegos de colores apretados contra mis ojos y viaje en un mismo lugar durante días, consumido por las plagas de Egipto, que un Dios olvidado había depositado en mi. Fui seguro comercial sobre el que se cerraron las transacciones de toneladas que enriquecen una subnación adyacente a la nuestra, de la cual ninguno parece tener cuidado, hasta el día en que hace parte del negocio, y debe tomar su lugar de cláusula enmendable. No soy más que un firma de lágrimas debajo de una línea puteada por todos, pero olvidada al momento de pagar con carne. Fui un contrato laboral a termino indefinido sin ninguna responsabilidad, con un patrón invisible, oculto por la maraña de mentiras que desayunaba en las mañanas, y que creía verdaderas cuando era humano, hasta el momento en que fui fundido en acero, para ser estatua de recuerdos, para ser imagen de vergüenza al que se le voltea la cara como escupitajo en la pared. Y comencé mi declive a una desesperanza tibia y marchita, llena de ilusiones futuras que se deshacían bajo el moho verde de los campamentos a los que se me llevaba a la fuerza, donde la fe en volver a diseñarme se corroía por los hongos del olvido. En ellos aprendí a desapegarme de todo, incluso de mi alma, para pelear de nuevo por existir aun cuando ya me sabía muerto, envuelto en una tela de piel mugrienta, cosida bajo cicatrices rojizas e infectas, estampada de figurines rojos con formas de cardenal. Imágenes que me recordaban el paradójico precio de esta supuesta lucha por una igualdad social, basada en la eliminación de los mismo estamentos que la componían. Y por fin descubrí el sentido que había en esas lagrimas de barro que caían por la televisión cada vez que la encendía, en esas caras airosas por libertad llenas surcos estériles, transformadas en máscaras de llanto reflejadas en las caras de familiares destrozados por la violencia de la amputación, atestiguando una humanidad reducida a tener como mascota a otros humanos en su viaje enfermo por el mundo de las guerras estúpidas y que no sólo se ciernen sobre las cabezas de los que vivimos en el patio, atrás, sino también sobre los que habitan la casa. Fui atemporal y desafíe las leyes del espacio al desaparecer de él para convertirme en elemento de las dimensiones desconocidas, cuyas salidas tubulares dan a pequeños huecos en el aire, donde el piso es una ilusión que se busca con desespero, queriendo aferrarse aunque sea a una sola cosa. Y sin embargo, en medio de mi mutación en acero, cueros de raspones, costras de sangre y heridas espirituales, existencia artificial, olvido general y tortura organizada, constante, puntual y deshumanizada, aún tengo fuerzas para rasgar lo que queda de mi voz, y levantarla como sólo yo podría hacerlo, como sólo yo he sabido tragármela, para hacer saber a la tuya, muda, imperceptible, incrustada en el conformismo de la libertad, en caminatas de Bon Ice con sonrisas falsas que no saben por que atraviesan la calle, que la muerte no es un estado inmaterial y que puede alcanzarte incluso mucho antes, de llegar a morir.